Tan
fuerte es nuestro amor a la vida, y eso que nos da tantísimos disgustos y malos
ratos, que, a pesar de ello, la esperanza, que según la mitología griega quedó
en el fondo de la caja de Pandora cuando de ella escaparon todas las desgracias,
sigue siendo el clavo ardiendo al que nos agarramos cuando parece que ya nada
queda por hacer.
La
muerte que – sin duda también escapó como una desgracia de la Caja de Pandora-
pone el punto final a la vida biológica (por decirlo de alguna manera). Pero
agarrados al clavo ardiente de la esperanza, mantenemos vivos los recuerdos y
los sentimientos, el amor a los que se van, que ha constituido un lazo
espiritual con ellos, y con ellos nos asimos igualmente al sueño de la
supervivencia, mirándola como la última metamorfosis necesaria para que no se
apague esa semilla que germina y crece hasta dar fruto en el más allá.
No
sé cuántas personas comparten la fe en la resurrección, porque al tener que
hacer un enorme ejercicio de imaginación que no fructifica fácilmente en la
clara percepción de otra forma de vida, muchos acaban abandonando la idea misma
de una vida más allá de la muerte.
Pero
aun así – y más allá de toda evidencia-
estos días en que recordamos a todos los que han muerto de nuestras familias,
desempolvamos sus tumbas, les damos brillo, las cubrimos de flores y luces y
dejamos caer una oración, unas veces convencidos de que es escuchada desde el
más allá y otras rodeada de cierta incredulidad, pero acompañada de una sentida
lágrima.
Seguramente,
mucho antes de que las religiones regularan las relaciones de los humanos con
el misterio de la divinidad, los seres humanos más primitivos ya tenían,
respecto de sus muertos una serie de ritos y ceremoniales, mediante los que se
rendían a un tiempo recuerdos y homenajes, juntamente con gestos de dolor por
la nunca deseada despedida “definitiva”.
Jesús
de Nazaret no sólo corrió la misma suerte de todos los mortales, sino que su
muerte fue la de un reo condenado al repugnante suplicio de la crucifixión
romana, llevado a un sepulcro y colocado allí para cumplimentar el piadoso
deseo de cubrir su cadáver con perfumes y bálsamos.
La
experiencia que tuvieron sus discípulos que habían huido acobardados es que
este Hombre había roto el tabú de la muerte y se les había mostrado de tal
manera que ni les cabía dudar de la realidad de su nuevo status, porque Dios le había arrancado de las manos de la muerte, confirmando
así que esa clase de muerte no llevaba definitivamente a la destrucción y la
podredumbre, sino que “como el grano que se pude en tierra” acaba en espiga
llena. También, de alguna manera (eso sí que lo desconocemos), nosotros estamos
destinados a compartir también ese mismo camino y esa metamorfosis.
Aunque
es verdad que no todo el mundo comparte esa fe de la misma manera, todos
experimentamos que la muerte es la máxima frustración de todos los esfuerzos
del ser humano, que los que seguimos vivos nos debatimos entre la incredulidad
y la esperanza, porque de una cosa sí que tenemos la experiencia de que
sobrevive a los que se van: el amor que hemos sentido por ellos, que se
trasluce en el dolor que experimentamos ante el desgarro que supone esta
separación y más cuando se manifiesta tan injusta a veces, con la muerte de
niños, jóvenes o personas valiosas que se nos van prematuramente.
Pero,
de cualquier manera, esa peregrinación hacia el cementerio nos recuerda la
contingencia de nuestras vidas, la debilidad de nuestra condición y la enorme
presencia permanente de nuestras emociones y nuestros sentimientos, de nuestros
recuerdos y la actualización de nuestra ternura hacia los que ya se fueron.
Y
allí, junto a sus restos, queda el simbolismo de esos nexos de unión con ellos:
las flores, las velas, la lágrima que se desprende de nuestros ojos y una oración
susurrada y casi inaudible, que se eleva como las copas de los cipreses que
apuntan al Misterio, mirando a lo alto del cielo. Quizás eso es lo que quedará
cuando de marchiten las flores y se agote la cera de las velas que arden.