¿Aplicar la misericordia o el Derecho canónico?

Mientras no seamos conscientes
de la penosa evolución que sufrió el cristianismo desde el punto y hora en que
se convirtió en la religión “oficial” del Imperio Romano, y de la evolución
mantenida a través de largos siglos de ser “colonizado y manejado” por el poder
de los imperios, hasta convertirse ella misma, la Iglesia, en una institución
rodeada de poder, de lujo, de grandiosidad y de una parafernalia propia del
sacro romano imperio romano germánico o del imperio Carolingio hasta lograr el
máximo poder sobre reyes y emperadores del mundo, impartidora de dignidades y
territorios, dotada de un gran ejército, volcada en atender los intereses de
determinados reyes;… mientras no nos demos cuenta que la evolución del papado,
de ser un servicio a los cristianos se convirtió en una monarquía absoluta,
autoritaria e intransigente muy lejos del espíritu de aquel al que dice seguir
y que fue eso en gran parte lo que provocó, primero la separación de las
iglesias orientales hoy llamadas ortodoxas, y lo que impulsó luego la iniciativa, a mi parecer sincera, de la
reforma luterana, frente a un primado ejercido con un espíritu antitético al de
Jesús de Nazaret, que hubiera llegado látigo en mano a arrojar de nuevo a los
mercaderes de un templo construido con el poder del dinero y el sufrimiento de
los pobres, con aquella magnificencia que hizo exclamar a Jesús “no quedará de
ti, piedra sobre piedra”, refiriéndose al templo, templo que nunca estuvo
dentro del proyecto de Jesús. El templo de Dios es el corazón de los humanos, y
como “comunidad” formamos un templo en el que Dios viene a habitar en él. Dios
no necesita un templo construido por la mano del hombre.
Pero, es verdad, han ido
pasando tanas cosas, nos hemos acostumbrado a tantas formas, ceremonias,
pensamientos, modos de ver nuestra fe y nuestro cristianismo, que ahora, volver
a ponernos en la mirada de aquel Jesús, marginal y vagabundo, aquel Jesús mal
vestido y acompañado de unos pobres pescadores, seguido de enfermos, leprosos,
mujeres, y chiquillos, recorriendo caminos de Galilea, enfrentándose a
letrados, escribas, fariseos, sacerdote y senadores con su manera de
comportarse tan “libertina” y “arbitraria”, nos parece tarea imposible.
Escuchar aquello de “misericordia quiero y no sacrificios” suena de una manera
muy distinta en sus labios que en la prédica de los sacerdotes. Decir: anda
vete, yo tampoco te condeno, parece imposible hoy en que “la doctrina y los cánones
del derecho” son más importantes que el acercamiento misericordioso a las
personas. Creo que el tiempo nos ha hecho engolarnos con la verdad, ensoberbecernos
con la doctrina, endiosarnos arropándonos en la “palabra de Dios”. Nos hemos convertido en intérpretes absolutos
y seguros del saber lo que Dios quiere en un arrebato de soberbia y
engreimiento, interpretando lo que nos interesa y a nuestro favor de las
palabras más claras de Jesús: “no será así entre vosotros, el que quiera ser el
primero que sea el último de todos”. No os hagáis llamar padres ni maestros, ni
excelencias, ni os deis títulos, porque uno sólo es vuestro maestro.
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