martes, 31 de octubre de 2017

Peregrinar a los cementerios

Tan fuerte es nuestro amor a la vida, y eso que nos da tantísimos disgustos y malos ratos, que, a pesar de ello, la esperanza, que según la mitología griega quedó en el fondo de la caja de Pandora cuando de ella escaparon todas las desgracias, sigue siendo el clavo ardiendo al que nos agarramos cuando parece que ya nada queda por hacer.
La muerte que – sin duda también escapó como una desgracia de la Caja de Pandora- pone el punto final a la vida biológica (por decirlo de alguna manera). Pero agarrados al clavo ardiente de la esperanza, mantenemos vivos los recuerdos y los sentimientos, el amor a los que se van, que ha constituido un lazo espiritual con ellos, y con ellos nos asimos igualmente al sueño de la supervivencia, mirándola como la última metamorfosis necesaria para que no se apague esa semilla que germina y crece hasta dar fruto en el más allá.
No sé cuántas personas comparten la fe en la resurrección, porque al tener que hacer un enorme ejercicio de imaginación que no fructifica fácilmente en la clara percepción de otra forma de vida, muchos acaban abandonando la idea misma de una vida más allá de la muerte.
Pero aun así – y más allá de toda evidencia-  estos días en que recordamos a todos los que han muerto de nuestras familias, desempolvamos sus tumbas, les damos brillo, las cubrimos de flores y luces y dejamos caer una oración, unas veces convencidos de que es escuchada desde el más allá y otras rodeada de cierta incredulidad, pero acompañada de una sentida lágrima.
Seguramente, mucho antes de que las religiones regularan las relaciones de los humanos con el misterio de la divinidad, los seres humanos más primitivos ya tenían, respecto de sus muertos una serie de ritos y ceremoniales, mediante los que se rendían a un tiempo recuerdos y homenajes, juntamente con gestos de dolor por la nunca deseada despedida “definitiva”.
Jesús de Nazaret no sólo corrió la misma suerte de todos los mortales, sino que su muerte fue la de un reo condenado al repugnante suplicio de la crucifixión romana, llevado a un sepulcro y colocado allí para cumplimentar el piadoso deseo de cubrir su cadáver con perfumes y bálsamos.
La experiencia que tuvieron sus discípulos que habían huido acobardados es que este Hombre había roto el tabú de la muerte y se les había mostrado de tal manera que ni les cabía dudar de la realidad de su nuevo status, porque Dios le había arrancado de las manos de la muerte, confirmando así que esa clase de muerte no llevaba definitivamente a la destrucción y la podredumbre, sino que “como el grano que se pude en tierra” acaba en espiga llena. También, de alguna manera (eso sí que lo desconocemos), nosotros estamos destinados a compartir también ese mismo camino y esa metamorfosis.
Aunque es verdad que no todo el mundo comparte esa fe de la misma manera, todos experimentamos que la muerte es la máxima frustración de todos los esfuerzos del ser humano, que los que seguimos vivos nos debatimos entre la incredulidad y la esperanza, porque de una cosa sí que tenemos la experiencia de que sobrevive a los que se van: el amor que hemos sentido por ellos, que se trasluce en el dolor que experimentamos ante el desgarro que supone esta separación y más cuando se manifiesta tan injusta a veces, con la muerte de niños, jóvenes o personas valiosas que se nos van prematuramente.
Pero, de cualquier manera, esa peregrinación hacia el cementerio nos recuerda la contingencia de nuestras vidas, la debilidad de nuestra condición y la enorme presencia permanente de nuestras emociones y nuestros sentimientos, de nuestros recuerdos y la actualización de nuestra ternura hacia los que ya se fueron.

Y allí, junto a sus restos, queda el simbolismo de esos nexos de unión con ellos: las flores, las velas, la lágrima que se desprende de nuestros ojos y una oración susurrada y casi inaudible, que se eleva como las copas de los cipreses que apuntan al Misterio, mirando a lo alto del cielo. Quizás eso es lo que quedará cuando de marchiten las flores y se agote la cera de las velas que arden.

No hay comentarios:

Publicar un comentario