martes, 31 de octubre de 2017

Peregrinar a los cementerios

Tan fuerte es nuestro amor a la vida, y eso que nos da tantísimos disgustos y malos ratos, que, a pesar de ello, la esperanza, que según la mitología griega quedó en el fondo de la caja de Pandora cuando de ella escaparon todas las desgracias, sigue siendo el clavo ardiendo al que nos agarramos cuando parece que ya nada queda por hacer.
La muerte que – sin duda también escapó como una desgracia de la Caja de Pandora- pone el punto final a la vida biológica (por decirlo de alguna manera). Pero agarrados al clavo ardiente de la esperanza, mantenemos vivos los recuerdos y los sentimientos, el amor a los que se van, que ha constituido un lazo espiritual con ellos, y con ellos nos asimos igualmente al sueño de la supervivencia, mirándola como la última metamorfosis necesaria para que no se apague esa semilla que germina y crece hasta dar fruto en el más allá.
No sé cuántas personas comparten la fe en la resurrección, porque al tener que hacer un enorme ejercicio de imaginación que no fructifica fácilmente en la clara percepción de otra forma de vida, muchos acaban abandonando la idea misma de una vida más allá de la muerte.
Pero aun así – y más allá de toda evidencia-  estos días en que recordamos a todos los que han muerto de nuestras familias, desempolvamos sus tumbas, les damos brillo, las cubrimos de flores y luces y dejamos caer una oración, unas veces convencidos de que es escuchada desde el más allá y otras rodeada de cierta incredulidad, pero acompañada de una sentida lágrima.
Seguramente, mucho antes de que las religiones regularan las relaciones de los humanos con el misterio de la divinidad, los seres humanos más primitivos ya tenían, respecto de sus muertos una serie de ritos y ceremoniales, mediante los que se rendían a un tiempo recuerdos y homenajes, juntamente con gestos de dolor por la nunca deseada despedida “definitiva”.
Jesús de Nazaret no sólo corrió la misma suerte de todos los mortales, sino que su muerte fue la de un reo condenado al repugnante suplicio de la crucifixión romana, llevado a un sepulcro y colocado allí para cumplimentar el piadoso deseo de cubrir su cadáver con perfumes y bálsamos.
La experiencia que tuvieron sus discípulos que habían huido acobardados es que este Hombre había roto el tabú de la muerte y se les había mostrado de tal manera que ni les cabía dudar de la realidad de su nuevo status, porque Dios le había arrancado de las manos de la muerte, confirmando así que esa clase de muerte no llevaba definitivamente a la destrucción y la podredumbre, sino que “como el grano que se pude en tierra” acaba en espiga llena. También, de alguna manera (eso sí que lo desconocemos), nosotros estamos destinados a compartir también ese mismo camino y esa metamorfosis.
Aunque es verdad que no todo el mundo comparte esa fe de la misma manera, todos experimentamos que la muerte es la máxima frustración de todos los esfuerzos del ser humano, que los que seguimos vivos nos debatimos entre la incredulidad y la esperanza, porque de una cosa sí que tenemos la experiencia de que sobrevive a los que se van: el amor que hemos sentido por ellos, que se trasluce en el dolor que experimentamos ante el desgarro que supone esta separación y más cuando se manifiesta tan injusta a veces, con la muerte de niños, jóvenes o personas valiosas que se nos van prematuramente.
Pero, de cualquier manera, esa peregrinación hacia el cementerio nos recuerda la contingencia de nuestras vidas, la debilidad de nuestra condición y la enorme presencia permanente de nuestras emociones y nuestros sentimientos, de nuestros recuerdos y la actualización de nuestra ternura hacia los que ya se fueron.

Y allí, junto a sus restos, queda el simbolismo de esos nexos de unión con ellos: las flores, las velas, la lágrima que se desprende de nuestros ojos y una oración susurrada y casi inaudible, que se eleva como las copas de los cipreses que apuntan al Misterio, mirando a lo alto del cielo. Quizás eso es lo que quedará cuando de marchiten las flores y se agote la cera de las velas que arden.

sábado, 9 de septiembre de 2017

El ´sabado es para el hombre.. Este Hombre es Señor del sábado

¿Aplicar la misericordia o el Derecho canónico?
Hay varios pasajes de los evangelios en que es claro que Jesús acaba escandalizando a aquellos que representaban la ortodoxia y la fidelidad literal a las normas establecidas en la ley judaica. Es notorio lo que ocurrió en casa del Simón, es notorio lo que pasó con la adúltera a punto de ser apedreada, es notorio el enfado que producía la actitud de Jesús de poner al “hombre” por delante del sábado. Es notorio que cuando Jesús hablaba de colar el mosquito y tragarse el camello, que cuando curaba en sábado o cuando sus discípulos cogieron unas espigas para trillarlas con sus propias manos y poderse llevar algo a la boca, pues estaban hambrientos… siempre arrancaba la indignación de los “guardianes de la ley”.  En fin todo eso levantó a los fidelísimos y ortodoxos fariseos para poner el grito en el cielo y escandalizarse, porque para Jesús no había más ley que la del amor y el amor va más allá de toda ley.

Mientras no seamos conscientes de la penosa evolución que sufrió el cristianismo desde el punto y hora en que se convirtió en la religión “oficial” del Imperio Romano, y de la evolución mantenida a través de largos siglos de ser “colonizado y manejado” por el poder de los imperios, hasta convertirse ella misma, la Iglesia, en una institución rodeada de poder, de lujo, de grandiosidad y de una parafernalia propia del sacro romano imperio romano germánico o del imperio Carolingio hasta lograr el máximo poder sobre reyes y emperadores del mundo, impartidora de dignidades y territorios, dotada de un gran ejército, volcada en atender los intereses de determinados reyes;… mientras no nos demos cuenta que la evolución del papado, de ser un servicio a los cristianos se convirtió en una monarquía absoluta, autoritaria e intransigente muy lejos del espíritu de aquel al que dice seguir y que fue eso en gran parte lo que provocó, primero la separación de las iglesias orientales hoy llamadas ortodoxas, y lo que impulsó luego  la iniciativa, a mi parecer sincera, de la reforma luterana, frente a un primado ejercido con un espíritu antitético al de Jesús de Nazaret, que hubiera llegado látigo en mano a arrojar de nuevo a los mercaderes de un templo construido con el poder del dinero y el sufrimiento de los pobres, con aquella magnificencia que hizo exclamar a Jesús “no quedará de ti, piedra sobre piedra”, refiriéndose al templo, templo que nunca estuvo dentro del proyecto de Jesús. El templo de Dios es el corazón de los humanos, y como “comunidad” formamos un templo en el que Dios viene a habitar en él. Dios no necesita un templo construido por la mano del hombre.

Pero, es verdad, han ido pasando tanas cosas, nos hemos acostumbrado a tantas formas, ceremonias, pensamientos, modos de ver nuestra fe y nuestro cristianismo, que ahora, volver a ponernos en la mirada de aquel Jesús, marginal y vagabundo, aquel Jesús mal vestido y acompañado de unos pobres pescadores, seguido de enfermos, leprosos, mujeres, y chiquillos, recorriendo caminos de Galilea, enfrentándose a letrados, escribas, fariseos, sacerdote y senadores con su manera de comportarse tan “libertina” y “arbitraria”, nos parece tarea imposible. Escuchar aquello de “misericordia quiero y no sacrificios” suena de una manera muy distinta en sus labios que en la prédica de los sacerdotes. Decir: anda vete, yo tampoco te condeno, parece imposible hoy en que “la doctrina y los cánones del derecho” son más importantes que el acercamiento misericordioso a las personas. Creo que el tiempo nos ha hecho engolarnos con la verdad, ensoberbecernos con la doctrina, endiosarnos arropándonos en la “palabra de Dios”.  Nos hemos convertido en intérpretes absolutos y seguros del saber lo que Dios quiere en un arrebato de soberbia y engreimiento, interpretando lo que nos interesa y a nuestro favor de las palabras más claras de Jesús: “no será así entre vosotros, el que quiera ser el primero que sea el último de todos”. No os hagáis llamar padres ni maestros, ni excelencias, ni os deis títulos, porque uno sólo es vuestro maestro.

viernes, 8 de septiembre de 2017

Sal y luz


Llevo ya tiempo dándole vueltas a ese pasaje del que me decía mi pariente Antonio Hens, que es lo que  a él le suena como más exigente y comprometido del Evangelio: “vosotros sois la luz del mundo, vosotros sois la sal de la tierra”.
El evangelio es una buena noticia para los pobres,
El reino de Dios es paz, justicia, bondad, amor, perdón, compasión, misericordia, …
Jesús “Paso por el mundo haciendo el bien…”
Su vida fue un entregarse a los demás, un desgastarse por hacer el bien, y dejarnos muy pocas cosas encargadas: Amaos los unos a los otros como yo os he amado, No devolváis mal por mal, no hagáis vuestra obras delante de los hombres, orad, no para pedir cosas sino para que hagamos posible ese reino,  y trabajemos por él, pues esa es la voluntad de Dios (no la inventemos) Respetemos el misterio de Dios, inalcanzable para nosotros (“estás en el cielo”).  Danos lo necesario, que no nos falte el pan, y que la convivencia sea un perdón constante, para sentirnos acogidos por el Padre, a quien invocamos:
¡Padre!: ¿de dónde hemos sacado el título de Señor Dios todopoderoso, con que tanta veces arrancamos a pedir cosas muy extrañas.
Nos os dejéis llamar maestros, ni padre, ni señores, ni bienhechores… ¿De dónde hemos sacado el reverendo Señor Don y el Ilustrísimo y Excelentísimo y Reverendísimo Sr.  Para darle título a los “sirvientes” de la comunidad, (diáconos en griego, ministros en latín).
En la vida y funcionamiento de la Iglesia, -comenta José Comblin- la religión ocupa más espacio y tiene mayor importancia que el evangelio. La religión es un hecho cultural; en cuanto al evangelio, es una apelación a la acción. En la cultura occidental la religión es más determinante que el evangelio, que debería ser la fuerza de contestación y transformación de la cultura de Occidente, sobrecargada de desigualdades, injusticias y violencia. En Occidente, Jesús es más objeto de culto que modelo de seguimiento. En la Iglesia sobran ritos y ceremonias y falta la mística del seguimiento de Jesús que vino para mostrar el camino para que lo sigamos. Eso es lo básico, es el Evangelio.

Hoy, podemos decir que existe la misma resistencia al mensaje de Jesús que existía en los tiempos en que Jesús mismo andaba por los caminos de Judea y Galilea. Los guardianes de las esencias religiosas, del cumplimiento fiel de los ritos y las normas y tradiciones oponen la misma resistencia al cambio, a profundizar y a ahondar en un mensaje radical, que, como todo lo que es exigencia para la conciencia  se empieza a recubrir de añadidos y decorados que acaban ocultando lo fundamental.
Y eso fundamental está rodeado y protegido por normas, doctrinas, afirmaciones, cánones, dogmas… que le proporcionan cierto brillo, cierto esplendor, de manera que mas deslumbra que alumbra.
El papa Francisco ha dicho: “Me dan miedo los cristianos que no caminan y se encierran en su propio nicho. Es mejor proceder cojeando, cayendo algunas veces, pero confiando siempre en la misericordia de Dios, que ser 'cristianos de museo', que temen los cambios y que, una vez que han recibido un carisma o una vocación, en lugar de ponerse al servicio de la eterna novedad del Evangelio, se defienden a sí mismos y sus propios cargos".
Y Pedro Arrupe, refiriéndose a los jesuitas, decía: “No pretendemos defender nuestras equivocaciones, pero tampoco queremos cometer la mayor de todas: la de quedarnos con los brazos cruzados y no hacer nada por temor a equivocarnos”.
Y Pièrre Teilhard de Chardin, con su visión teocosmoantropocéntrica comentaba: “Nuestro deber como hombres y mujeres, es proceder como si no existieran límites a nuestra capacidad. Somos colaboradores en la creación”.
Ese ser sal, y ese ser luz es estar convencidos de que nuestra actividad no debe ser conservadora, sino creadora y transformadora. De alguna manera también el padre Arrupe comentaba en este sentido: “No me resigno a que, cuando yo muera, siga el mundo como si yo no hubiera vivido”

Y no se trata de deslumbrar con esa luz, ni se trata de dejar en herencia grandes obras materiales. Se trata de ser sal, como alguien que se diluye para darle “sabor a la vida” y ser luz, para que tu presencia haya sido luminosa y testimonio de las actitudes evangélicas de servicio, de generosidad y de misericordia.

El Espíritu

Recientemente los creyentes hemos celebrado Pentecostés. , haciendo coincidir las viejas fiestas judías con la eclosión de una nueva era en la que Dios ya no camina simbólicamente por el desierto con su pueblo mediante el Arca de la alianza donde se guardaban las tablas de la Ley.
A los 50 días de la Pascua, los judíos celebraban la fiesta de las siete semanas (Ex 34:22), que tenía carácter agrícola en sus orígenes. Era la fiesta de la recolección, día de alegría y de acción de gracias por las cosechas, especialmente de cereal.(Ex 23:16), en que se ofrecían las primicias de lo producido por la tierra; esta celebración se convertiría también en recuerdo y conmemoración de la Alianza del Sinaí, realizada unos cincuenta días después de la salida de Egipto.
La Iglesia celebra esta fiesta recordando lo acontecido en Jerusalén, el día de Pentecostés de aquel año en que Jesús sufrió la pasión, resucitó y hacía diez días que había dejado de manifestarse, pues por la ascensión, pasó de este mundo al Padre tal como él mismo dijo.
Si en aquel primer pentecostés Moisés había descendido del monte con una tablas de piedra en las que estaba inscrita la Ley de la Alianza de Dios con el pueblo, en este nuevo pentecostés, el Espíritu de Dios descendió desde la divinidad para insertar en el mundo y en el corazón de los humanos la Fuerza, la Ruaj, la Energía, la Gracia mediante la cual el que acoge ese espíritu, se reviste de la libertad y la “parresía”, perdiendo todos los miedos que nos mantienen encerrados en nosotros mismos y acobardados ante la realidad que nos rodea. (Hechos, cap. 2 vv 1 y ss.)
La llegada del Espíritu para el creyente, supone un llenarse de optimismo, de alegría y esperanza, es un “confirmarse” en su propósito de seguimiento de Jesús, es un sentirse fuerte ante la adversidad, es reforzar su compromiso con las directrices del Evangelio de Jesús, es romper con el derrotismo, la negatividad y el pesimismo.
Sobre todo es sentir la plenitud de la libertad, junto a la plenitud de la responsabilidad. Y es descubrir lo más recóndito y valioso de la enseñanza de Jesús para la vida. Es sentir también que el amor es la materia con la que se construye la historia, porque todo lo que no es amor acaba destruyendo la historia y la vida.
Si uno lee el pasaje de pentecostés que nos cuenta el libro de los hechos de los apóstoles, escrito por el evangelista Lucas, se dará cuenta de que algo totalmente nuevo se produce en ese acontecimiento en que el Espíritu se “derrama” invade y llena el corazón de los discípulos hasta ese momento escondidos por el miedo. Cuando está presente el Espíritu es posible entenderse con todo el mundo por muy diverso que sea el idioma en que se habla.
Pero todo este don tan enorme, tiene como contrapartida una gran responsabilidad y como requisito un compromiso de no ceder, de no cansarse, de no renunciar, de seguir en la brecha, porque la Salvación no es un acto, es un proceso, es un devenir histórico que requiere que cada día, cada hora y cada minuto tengamos el corazón abierto a ese fuego que debe consumirnos por dentro, que debe no solo quemar y contagiar, sino también alumbrar.

Si algún gesto de nuestra vida personal tiene algo en común con Pentecostés, debería ser la confirmación, pues ese sacramento no puede significar otra cosa sino que si por fuera estamos “revestidos” de Jesús, por dentro estamos llenos de su espíritu, Espíritu que como dice Pablo, en medio de todas la dificultades, ora por nosotros con gemidos inenarrables.

Corpus Christi Las presencias reales de Jesús, según los evangelios.

La necesidad humana de tener una referencia material, un signo, un símbolo o una imagen a la que atenerse en el mundo espiritual de la fe, ha hecho que en el cristianismo, y especialmente en el catolicismo hayan prosperado las imágenes representativas del Jesús inasible, de la Madre de Jesús y de la nube de testigos de la historia a los que la comunidad de la Iglesia ha declarado santos.
Es esa misma necesidad la que ha hecho a los seres humanos, utilizar los ritos sagrados u ofrecimiento de sacrificios para tener algo material a lo que atenerse a la hora de establecer una “relación” con lo divino. La invisibilidad de todo lo espiritual, la imposibilidad de que esas realidades inmateriales puedan exteriorizarse ha llevado a establecer una serie de ritos, gestos, oraciones, a levantar templos, altares, etc. como una forma de “materializar” la invisibilidad de lo divino intentando hacerlo de la forma más sublime.
En el evangelio  dice Jesús: Donde están dos o tres reunidos en mi nombre allí estoy yo en medio de ellos.(Mateo 18, 20). Pero, claro, esa presencia es inasible, invisible, no hay dónde agarrarse, sólo un acto interior consciente que quiere ratificar esa presencia. Pero Jesús dice claramente “allí estoy yo”.
En Mateo 25, en esa parábola maravillosa del verdadero juicio, Jesús llega a decir: Lo que hicisteis con uno de estos pequeños, necesitados, hambrientos, desnudos o enfermos…  “conmigo lo hicisteis”. Ateniéndonos a sus palabras no sólo él está allí realmente, sino que lo que nosotros estamos haciendo lo estamos haciendo con él, para él, en presencia de él. Aquí si hay una realidad a la que asirse, pero su aspecto no nos deslumbra ni nos sorprende, al revés, nos hace sentir compasión ante un espectáculo deprimente y necesitado. Es difícil percibir a Jesús en la carne dolida del otro, en los harapos del desnudo. Hace falta la mirada profunda de una Teresa de Calcuta o de un Juan de Dios, de un Francisco de Asís, de un Pedro Claver o un Padre Damián para percibir esa presencia de una forma natural, sin sofisticación ni pretensión autocomplaciente.
También en la última Cena, después de pronunciar la bendición sobre el pan, lo da a los discípulos afirmando: Tomad y comed, porque  Esto es mi cuerpo* que se entrega por vosotros”
Desde ese momento la comunidad entiende que existe una identificación del pan que se reparte con el cuerpo entregado de Jesús y una identificación también del vino que se da a beber, con la sangre de Jesús que se derrama, como ocurría con la sangre del cordero que se sacrificaba en la Pascua…
Este hecho que Jesús quiso expresamente que fuera un recordatorio permanente, (haced esto en memoria mía), un memorial que volvería a hacer presente ese gesto inmenso de la entrega hasta la muerte y esa donación plena de la vida (cuerpo y sangre), nunca desvinculado ni del compromiso con el servicio humilde como principio de comportamiento humano (el llamado lavatorio de los pies) ni separado de aquel mandamiento nuevo de “amaos unos a otros como yo os he amando” como señal de ser sus seguidores.
Era evidente, como señala González Faus que la repetición de aquellos gestos de Jesús se convierten en un memorial subversivo, pues la muerte de Jesús se produjo como consecuencia de la vida y las palabras de este Hombre, confrontado con todo el “aparato” religioso que se sostenía a través del templo, el culto y mediante el poder sacerdotal. Fueron esos poderes quienes le llevan a la muerte.
Me he parado en este valor peculiar de la eucaristía, porque he querido destacar sus aspectos dinámicos, celebrativos y de compromiso solidario. Me llama la atención –por su belleza y por su múltiple significación- el pasaje de los discípulos que huyen de Jerusalén a Emaús. Donde hay dos o tres reunidos en mi nombre allí estoy yo en medio de ellos; así era, pero ellos no le reconocieron aunque  iba con ellos por el camino. (Bien es verdad que algo se les iba avivando  en el corazón mientras les desvelaba las escrituras) Pero curiosamente puestos a la mesa le reconocieron en aquel gesto que ya empezaba a formar parte del inconsciente colectivo en la comunidad, aunque sólo había sucedido una vez. Tal fue sin duda el impacto que causó a los discípulos en la última cena, que bastó aquel gesto de bendecir y partir el pan para que pudieran decir. “Es Él”.
Pero en este formato de presencia real vinculado al “partir el pan”, se ha prestado a cosificar la realidad del pan o del vino para hacerlos  presencia real bajo lo que hemos llamado apariencia de pan. La palabra species, del latín, significa precisamente forma exterior, apariencia, aspecto, lo que se ve superficialmente, y precisamente por eso, visible, palpable.
Por eso mismo, porque esa “presencia” es totalmente visible y perceptible, hemos depositado en ella todo el simbolismo del gesto de Jesús… Pero no compartimos con él la humildad de su ejemplo permanente:
Este es un dato más en la kenosis (vaciamiento de Dios) que “despojado de su rango, desnudo de toda apariencia de grandeza, se hizo en todo semejante a nosotros”. Así lo recuerda Pablo en la carta a los Filipenses 2,6-8:
Cristo, a pesar de su condición divina, 
no hizo alarde de su categoría de Dios; 
al contrario, se despojó de su rango 
y tomó la condición de esclavo,
pasando por uno de tantos.
Y así, actuando como un hombre cualquiera, 
se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, 
y una muerte de cruz
.
Para expresar su presencia, a Jesús le bastaba un poco de pan, la compañía de los hermanos, la cercanía a los pobres. Pero nuestra tendencia exaltante, contra los designios de nuestro Dios, ha sido desprestigiar la grandeza de los signos sencillos; y para darles apariencia de grandeza y honor, los hemos rodeados de oro y plata (los viles metales por los que el mundo está perdido) creyendo que así lo colocamos en “su sitio”, le damos la “gloria” que merece, lo exaltamos para que ya no sea la apariencia sencilla y pobre del pan la que destaque, sino la riqueza asombrosa de la custodia, la exuberancia de las piedras preciosas, el perfume de las flores y el humo del incienso.
Haber rodeado esta humilde presencia de Jesús (bajo apariencia de pan y vino) con la grandeza barroca de lo llamativo, y de lo menos humano (el brillo la apariencia, el oro, la plata, las piedras preciosas etc.) ha podido servir para resaltar una presencia de Jesús que se aparta de la sencillez de sus caminos (vende lo que tienes, dalo a los pobres y sígueme).
Es hora de despojar de artificio la sencilla presencia de Jesús para descubrir que no hay sagrario, por muy de oro y plata que sea donde podamos “encerrar” a Jesús, porque está presente en el pan que se comparte, en la ayuda que prestas al caído y en medio de la comunidad de sus seguidores aunque no sean más que dos o tres. Puede que como a los que huían a Emaús, aunque Jesús camine a su lado su ceguera les impida reconocerlo. Por eso una y otra vez será necesario curar nuestra manera de mirar, porque no se ve bien sino con el corazón, porque lo esencial (aun rodeado de brillo) es invisible a los ojos.
­­­­­­­______________
 *¿No habría que decir más bien “este es mi cuerpo”? Curiosamente cuerpo –soma en griego y corpus en latín- son palabras de género neutro y conciertan con el demostrativo, “esto” en neutro. En Mateo por ejemplo en que aparece también el texto “esta es mi sangre” (touto gar estin to haima mou, sangre en griego también es neutro), la traducción normal no es porque esto es mi sangre -concertando en género el demostrativo-, sino esta es mi sangre, cosa que no ocurre al referirse al Cuerpo, al menos en la celebración de la Eucaristía

sábado, 15 de abril de 2017

Pregón de Resurrección


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Jesucristo ha resucitado y es posible cantar a la esperanza en un mundo sin esperanza.
Que se llenen de gozo todas las criaturas del cielo, de la tierra y de los mares,
Que se vistan de sus colores todas las flores de los campos y de los jardines, proclamando la nueva primavera,
Que brillen las estrellas de los cielos con luz de mediodía.
Que retocen los animales en los campos
Que canten las aves su coro de notas infinito,
Que se doren las mieses
Granadas en el milagro latente de la tierra
Que se inunde de luz el mundo todo;
Que se hinche de alegría y esperanza el corazón de los humanos.
Que cada hombre abrase a otro hombre y lo llame  “su hermano”
Que todos los Ejércitos depongan las armas y levanten la blanca bandera de la paz.
Que toda criatura arroje de su entraña el odio y la venganza
Que el universo todo tiemble con la emoción de este momento en que la vida renace de la muerte.
Y que el pregón de pascua sacuda el letargo y el sueño y colme el corazón de alegría que se escape en canciones, en risa, en gestos de vida y esperanza

-Levantemos el corazón.
-Demos gracias al Señor nuestro Dios
Es justo y necesario aclamar esta noche que Jesucristo ha resucitado
Y puede más la vida que la muerte.
Cristo ha resucitado,
Y ha triunfado el amor
Sobre toda mirada de odio.

Cristo ha resucitado
Dando muerte a la muerte
Y dando un viva a la vida.

Con Jesús muere y se crucifica
Todo el odio del mundo,
Toda la violencia y toda la injusticia,

Con Jesucristo resucitado y vivo
Proclamamos que algo está naciendo
Y creciendo en nuestro mundo
Que pertenece a la esencia misma de la vida.

Cristo resucitado es la proclamación del amor.

Que no se quiebre la caña cascada,
Que no se apague la brasa que humea,
Que nadie robe la sonrisa de un niño
Que nadie quiebre las flores en su tallo,
Que nadie aplaste las hormigas,
Que nadie levante su voz contra el hermano,
Que nadie mate una brizna de vida

Que todo ha muerto ya con Cristo y con Cristo
Ha nacido el amor que nos hermana.

Que pierdan nuestros ojos su mirada hostil que pierdan nuestras manos
Su tensión de amenaza,

Que nadie regatee su sonrisa al hermano,
Que nadie se guarde su beso y su caricia,
Que tendamos un trozo de pan a cada hambriento,
Que abramos el corazón a cada marginado,
Que tengamos a punto una copa de vino
Para alegrar el corazón anonadado

Bendita la mano que cultiva las flores,
Bendita la medicina que nos sana
Bendito el sol que nos alumbra cada día,
Bendita la palabra de aliento
Bendito el hombre que trabaja y construye
Bendito aquel que ama
Bendito aquel que sirve
Bendito aquel que da su vida sin cobrarla.

Que esta luz que alumbra en esta noche
La luz de la cera que une las miradas,
Sea CRISTO RESUCITADO  que nos llama

A vivir en amor,
A ser hermanos,
A luchar por la vida.

Cristo resucitado
Que sale del sepulcro
Y brilla luminoso para el género humano
Y aunque ha muerto
Vive y reina glorioso
Por los siglos de los siglos.

VOSOTROS SOIS LUZ PARA EL MUNDO, VOSOTROS SOIS LA SAL DE LA TIERRA


martes, 24 de enero de 2017

Día escolar de la no violencia. A propósito de la muerte de Gandhi

“La noviolencia no puede oponerse a la violencia. Se opone al inhibicionismo, a la no-participación, significa una actitud activa y militante ante los acontecimientos sociales (Karsz). Arranco esta reflexión con estas palabras de Saúl Karsz, que en sus libros sobre el trabajo social ahonda en la metodología de la noviolencia de Gandhi. Pero lo más importante de la noviolencia es lo que supone de cambio personal para afrontar la realidad social que nos rodea. La no violencia no es pasividad y conformismo, la no violencia es una manera de lucha pacífica contra todo aquello que “violenta” al ser humano y que le daña en cualquiera de los aspectos de su dignidad. No son pocos los autores que han hecho suya aquella máxima de Edmund Burke, el gran político y primer crítico de la Revolución Francesa, que escribió: “lo único necesario para el triunfo del mal es que los buenos no hagan nada”; sin duda dijo una gran verdad. No son los malos lo que harán el mayor daño a la sociedad sino la pasividad de los buenos. De ese sentir era también Eistein quien escribió: El mundo no está en peligro por las malas personas sino por aquellas que permiten la maldad. Por eso la trasformación o la “reversión”, como gustan de decir los latinoamericanos, casi más propiamente, exige evidentemente un cambio total de la mentalidad, tan fuerte como el pensamiento de Jesús de Nazaret expresado en la llamada proclamación del monte que aparece en el evangelio de Mateo y cuya confrontación noviolenta con los resistentes al cambio le costó morir condenado en la cruz. No otro camino es el que propone Gandhi, que por lo demás era un admirador de Jesús y del que aprendió que no se pone fin a la violencia respondiendo con violencia a la violencia. Estoy convencido de que tanto los principio de Gandhi, como los de Jesús de Nazaret son perfectamente entendibles desde el punto de vista de la lógica, pero desde el punto de vista de nuestros prejuicios que, de alguna manera, conforman nuestra personalidad, tratamos de impedir dar entrada a actitudes que pueden chocar con nuestro modo de mirar la vida. Es verdad que, en cierto modo, todo es según el color del cristal con que se mira, y es evidente que todos tenemos unas “lentillas” que deforman o enfocan la realidad dependiendo de nuestros intereses, de nuestra formación, de nuestros prejuicios, de nuestros conceptos elaborados para que establezcan o “conformen” de una manera determinada nuestra manera de vivir, pensar y actuar. Todo el choque que como arquetipo se produce entre Jesús y el mundo religioso de los fariseos, escribas y peritos de la Ley, no es otro que el choque de una visión con otra visión incapaz de autocorregirse o cambiarse. Está claro que los principio universales que tanto Gandhi, como Jesús de Nazaret ofrecen como un camino nuevo, no son nada nuevo, y en cierto modo desde el origen de los tiempos, o al menos desde la Gran Transformación, los pensadores, filósofos, hombres de espíritu y místicos de todas las religiones han venido a proclamar de una u otra manera esos axiomas de la convivencia humana que la Revolución francesa resumió en su triple ideal: Libertad, igualdad, fraternidad, pero para TODOS, claro. Pero la libertad choca con el poder, la igualdad con el dinero (riqueza) y la fraternidad con las mil formas de egoísmo insolidario multiplicado por la consagración del derecho de propiedad de los bienes de producción sin ninguna hipoteca social. Después de la revolución, a mediados del siglo XX, e inspirada en algunos de su documentos bases se proclamó la Declaración Universal de los Derechos humanos, derechos que siguen limitados para proteger unos supuestos derechos superiores que se han atribuido a grupos sociales de poder, a los poderes financieros…. O que se han autoatribuido las dictaduras militares y los estados totalitarios. La soberbia destruye la igualdad, la envidia la pone en peligro, sobre la lujuria se monta uno de los más rentables negocios del mundo; en cuanto a la ira, desata la fabricación de armamentos (Otro de los más grandes negocios) para destruir, provocando una carrera hacia la multiplicación de la violencia en el mundo; de la gula, que aunque se puede producir lo suficiente para atender la necesidad de todos los habitantes de la tierra, una minoría destruye alimentos para mantener los precios o le sobra de todo y lo tira, mientras la gran mayoría pasa necesidad e incluso muere de hambre.(Pero esto también es consecuencia de la avaricia) Y por cierto, la avaricia es el deseo insaciable de poseerlo todo, de tenerlo todo, de ser el dueño de todo, aunque eso vaya tan absolutamente contra el principio de igualdad. Por último de la pereza, el ocio inútil, el dulce no hacer nada, nacen muchos males, el menor de los cuales no es la indiferencia y el desentenderse de todo lo que no sea uno mismo. La Noviolencia es un camino arduo, pero como afirma d’Ormesson, “habría que intentar comprender cómo la noviolencia puede ser al mismo tiempo el arma suprema de lucha y/o la suprema dignidad”. Educar en la no violencia empieza en el cole por acabar con el acoso escolar cambiando las actitudes de los niños inficionados ya por una sociedad deseducadora, y cuyos valores están lejos de ser los que necesitamos para inspirar el proceso de aprendizaje humano mediante el cual acabaremos con esas lacras que todos decimos que son destructivas. Siempre expresamos el deseo de que “no se vuelva a repetir” pero para eso hace falta educar con sensibilidad humana, con sentimientos humanos, con dignidad… y yo diría que esto es más importante que todos los saberes que muchas veces nos alejan de ser verdaderamente humanos.