domingo, 18 de julio de 2010

Silencio

Es una asignatura pendiente de la que tendríamos mucho que aprender. Es la concepción de un espacio interestelar en el que no hay palabras, no hay ruidos, no hay motores, no hay gritos, no hay música estridente…
Pero en realidad tampoco es eso. Ese silencio absoluto muchos lo refieren a la divinidad. Pero el silencio no es el rey de nuestra vida –bien es verdad que somos seres sociales y necesitamos un medio de comunicación.
Lo triste es que estamos atiborrados de palabras, tenemos la mente ensordecida por el ruido de los automóviles, de las máquinas que perforan las calles, de las hormigoneras que preparan la argamasa `para las obras, de la música que pasa sonando estridente desde el coche del chaval que padece –cada día más- hipoacusia…
A mi me impactan particularmente la sobreabundancia de palabrería en el campo de la política, donde las palabras, palabras y más palabras acaban descubriéndote que tras ellas se encierra con frecuencia la gran mentira y la gran falacia con la que se torea al enemigo y se gana los “olés” de los correligionarios políticos… Y ¡poco más!
A mi me impacta que toda la lucha de los trabajadores por su dignidad o las condiciones adecuadas de su trabajo, o los salarios justos que se reivindican; o la lucha de cualquier tipo de reivindicación, no tengan otro espacio que la calle ataviados con silbatos, gritos, eslogan… O esto no es sino la muestra más significativa de la sordera aguda de quienes tienen que escuchar en el sosegado diálogo de las mesas de negociación.
A mi me impacta igualmente que en contraste con el Gran Silencio de Dios (cuyo silencio por primera vez se rompió con un lenguaje imperativo en no sabemos qué idioma, cuando dijo –según aclaran nuestras escrituras sagradas: “Hágase la Luz”), las iglesias y las religiones en general hayan construido un mensaje tan rocambolesco y tan lleno de palabrería, tan dogmático y tan osado, que generalmente acaban diciendo ellos mismos la palabras que Dios tembló al decir o que no dijo jamás pero que se atreven a pronunciar con indecible infalibilidad sus santones en la tierra, sean Imanes, Patriarcas, Lamas, Obispos o Papas.
No debería dejar pasar otro desbordamiento del ruido sobre el silencio. El triunfo de la Selección española de fútbol en su efusiva celebración ha ido más allá de todo lo concebible. No espera uno, (que tantas veces aguarda la solidaridad de muchos en causas que merecen mucho la pena o en señalarse ente situaciones en que hay que defender la justicia, o en momentos decisivos de participación ciudadana en los problemas comunes a todos…) que haya un tal entusiasmo, un tal desgaste de recursos, una exaltación social tan desproporcionado, tanta diversidad de personas, sexos y edades en esa marea, incluso superior a las convocatoria que se hacen para reivindicar la paz, la justicia o la solidaridad con las víctimas de un atentado, etc.
En fin, silencio… Ya creo haberme excedido en las palabras, pero ruego las lean sosegadamente, sin el sonido o la imagen de la tele al fondo, sin la radio puesta, sin que otros asuntos remoloneen por la mente, bajos en significado, dejando que el silencio se convierta en el espacio en el que nacen –sin dolores de parto- los pensamientos y las reflexiones que tanto necesitamos.
Sinceramente, creo que nos rodea el ruido y la vana palabrería. Creo que el ruido, convertido en el medio habitual en que nos movemos, está provocando esa paulatina sordera al suave susurro que podría nacer del fondo de nuestro corazón o de la palabra amable, o incluso a aquello que nos llega sin sonido: una mirada, una caricia, un apretón de manos, un beso, que tantas veces dicen mucho más que una sola palabra.
Agradezco la inspiración para este texto a la reseña del libro “Viaje al silencio” de Sara Maitland; ya he hecho la intención de comprarmelo y leerlo.

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