miércoles, 1 de septiembre de 2010

Muertes y maravillas.

Con este título, el poeta Rafael Adolfo Téllez publicó su penúltima colección de poemas. Este profesor de Lengua y Literatura en el Instituto de Cañada Rosal (Sevilla), escribe desde hace mucho tiempo y sus publicaciones son altamente valoradas en los ámbitos especializados. Yo me acerco a este librito con el respeto y el temor de no ser un experto en la materia, pero puede que esa perspectiva me permita mayor libertad para expresar lo que siento ante sus poemas.

Os escribo mis sueños y os cuento mis pesadillas. Ese parece ser el propósito de este bellísimo poemario de Rafael Adolfo Téllez.
A Rafael siempre le ha encantado regalarnos un puñado pequeño de poemas, libros breves; libros, sin embargo, llenos de hondura y de ternura y habitados por los fantasmas y la magia.
Hay algo del Juan Rulfo de Pedro Páramo en los versos, hay algo de realismo mágico y de magia realista en la mirada poética de Rafael. Hay unas decenas de palabras que van y vienen que se marchan por un camino antiguo y regresan de nuevo en el adviento de cualquier amanecer. Son palabras que definieron y aún definen al poeta de “Si no regresas junto al portón oscuro”, “Quienes rondan la niebla” o de aquella antología breve “La hora infinita” que publicó la Asociación Cultural Ramón de Beña
Un muro, semejante a las oscuras paredes de una rupestre cueva antigua, recoge la historia escrita de los hombres; allí quedaron plasmados al resplandor del sol del mediodía, los recuerdos, los dolores, las lágrimas, los gozos compartidos. Sentados a su sombra en los atardeceres; desde el muro se escuchaban los murmullos perdidos de las conversaciones de otros tiempos; allí, escondiéndose tras él, se nos acercó también la vieja muerte sorprendente y fugitiva arrebatando sueños y segando, bajo los pies, la hierba que crecía ilusionada al alba.
El umbral, semejante a un portón antiguo, cargado de cerrojos, es también el simple hueco por donde se cruza de un lado al otro del muro, del acá al allá, de la casa a la calle de la vida a la muerte. El umbral es el sitio sorprendente en el que nace la libertad, si lo traspasas, y el portón, cerrado con el potro, de la cárcel o del infierno, jamás se sabe.
Pararse en el umbral es como situarse en la vida en el lugar justo para contemplarla, para observarla, para verla pasar como un fantasma, como un sueño, como una tormenta desde que cae desganada la llovizna suave, hasta que, poco a poco, se convierte en aguacero atronador e iluminado. Para luego, junto al charco o al arroyo humedecidos en su lecho, dejar oír el croar de las ranas y el murmullo del agua caminando sobre los guijarros.
Ese adjetivo antiguo lo remonta a veces al anteayer de los abuelos, a los momentos originales de la vida, o simplemente a una noche o amanecer perdidos entre los tiempos imprecisos.
La poesía de Rafael Adolfo Téllez se desenvuelve entre el otoño y el invierno, donde los colores se tornan habitualmente más grises y donde habitan la decadencia, la vejez y la muerte.
Sus luces son las del candil o la candela, las del rayo inicial de la alborada, las del atardecer que alarga las sombras sobre el muro o sobre la hierba. Rara vez el cielo está límpido azul o diáfano, alguna nube gris, alguna niebla lo cruza o lo matiza para que no ciegue o deslumbre su desbordante luz.
La calle, vinculada a la aldea, encontrada a un paso del umbral, es ancha o estrecha, corta o larga, como un símbolo de la vida, de todas las vidas. La calle, celosa ha guardado todos los ruidos de los carruajes, las pisadas de los caballos, los pasos humanos, ha grabado con celo las palabras compartidas y el murmullo suave de los enamorados en la reja o la murmuración brotada del odio o la mentira. La calle es el testigo de los tiempos. De alguna manera ha recogido en los espejos de sus puertas y ventanas la película de las vidas que trascurrieron calle arriba calle abajo, pues cuando salimos de la casa siempre hemos de regresar de nuevo junto al portón oscuro. La calle, finalmente tiene grabadas las huellas de todas las pisadas, las que se posaron suaves y apenas sin ruido y las que se marcaron precipitadas en la huida.
¿Cómo continuar sin hablar del cementerio, de las sombras, de los muertos, los fantasmas, la chimenea apagada, la guadaña. (de niño, yo enterré tu guadaña, escribe)…
La lluvia, el viento, la niebla, la puesta del sol, la luz y la sombra, la umbría, forman parte continuamente del paisaje que dibuja en sus versos-
En fin, Rafael Adolfo Téllez Flores es un verdadero maestro de la poesía: pule limpia, perfila, matiza sus palabras, su lenguaje, sus versos, hasta hacerlos reverberar con una fuerza y un verismo incapaz de ocultar la profundidad de su alma, el sentir de su corazón, la complejidad de la vida interior de los humanos y su propia experiencia tan llena de luces y de sombras, de esperanza siempre matizada por algún peso abrumador, pero alzándose permanentemente entre los fantasmas de un pasado que se empeñan en hacerse presentes en cada palabra de sus versos.
Paco López de Ahumada. 21 de agosto de 2010..

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