Me cuesta trabajo escribir sobre esta Iglesia Católica Apostólica Romana Vaticana, curial y superortodoxa, consevadora, y desencarnada. Una iglesia más amante de la grandiosidad de la liturgia y las catedrales que de la ética y la justicia.
Una iglesia que gusta de sacralizarlo todo, creyendo que eso prestigia las cosas sencillas de la vida para darle un tono espiritual a la pura realidad secular, que debe mantener su autonomía y su valor, porque Dios ha sido el primero en secularizarse al “bajar” a este mundo, compartir la pobreza de los hombres, haciéndose uno de tantos…
Esta Iglesia que mira más el prestigio del papado y a la pura ortodoxia dogmática que a sus obispos y teólogos que tratan de buscar el encaje del evangelio en la frontera de la pobreza y el dolor, en el límite de la opresión de la dignidad humana por parte de tantas dictaduras. Y que se esfuerzan por traducir y adaptar el mensaje universal del amor que aporta el evangelio a todas las culturas y en todas las circunstancia en los continentes expoliados por los que siempre se han sentido “propagadores” de la fe, acompañada del expolio y el sometimiento.
Pero hablo de ella como de “otra Iglesia”, lejana a la iglesia que pisa el barro o el polvo de la favelas, la iglesia que vive en la frontera del dolor humano, la iglesia que lucha por la justicia frente a los tiranos y dictadores del mundo, la iglesia, manchada, pero no de los pecados de soberbia, avaricia o lujuria, envalentonada con sus “grandezas”, sino de la iglesia manchada de la sangre de los pobres, de la iglesia que ha representado el loco de Juan XXIII, del Helder Cámara, de Monseñor Romero, un mártir arrumbado en los vericuetos vaticanos, que es santo para la gente que le quería a los que amaba, y que en realidad no necesita de la parafernalia vaticana para que el pueblo de Dios le considere un hombre de Dios, un santo.
Los intereses que hay detrás de las beatificaciones y canonizaciones de determinados personaje cristianos, a veces no están tan claros ni siempre responden a una tan evidente “santidad”.
Hubo un gran clamor de protesta en las iglesias de base cuando fue elevado a los altares el superconocido padre del OPUS San Josémaríaescrivádebalaguer, que respondió más a la necesidad de “agradecer” al OPUS sus eficaces aportaciones a la economía vaticana y al apoyo de la Obra a la política conservadora del Papa.
La reciente beatificación del papa Juan Pablo II, un hombre con enormes cualidades de comunicación, pero al que hemos visto del lado de los dictadores como Pinochet dándole la comunión solemnemente, cuando era más que conocida su condición de asesino. Un papa al que traicionó su visceral anticomunismo hasta el punto de oponerse sistemáticamente a la teología de la liberación, porque es una teología que piensa en los pobres, y que puso de rodillas para amonestarles y reñirles a los cristianos y religiosos que apoyaron la revolución sandinista en Nicaragua o que dejó sin acaparo a Monseñor Oscar Romero en su lucha contra la dictadura en El Salvador,
Un papa que además ha contribuido escandalosamente a encubrir los casos de pederastia del clero, contribuyó también a encubrir el condenable comportamiento lujurioso de Marcial Maciel el fundador de los legionarios de Cristo pero que aportaba enormes recursos a la curia romana.
Lo que para mí y para mucha gente que durante este tiempo ha escrito y reflexionado sobre esta realidad, es lo más triste, es el enroscamiento de la iglesia sobre sí misma cuando su misión es una misión de amor al mundo, abierta a todo el mundo. ¿Pero dónde está escrito que la misión es “hacer prosélitos” y no más bien contagiar la buena noticia de que los pobres son evangelizados?
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