viernes, 8 de septiembre de 2017

El Espíritu

Recientemente los creyentes hemos celebrado Pentecostés. , haciendo coincidir las viejas fiestas judías con la eclosión de una nueva era en la que Dios ya no camina simbólicamente por el desierto con su pueblo mediante el Arca de la alianza donde se guardaban las tablas de la Ley.
A los 50 días de la Pascua, los judíos celebraban la fiesta de las siete semanas (Ex 34:22), que tenía carácter agrícola en sus orígenes. Era la fiesta de la recolección, día de alegría y de acción de gracias por las cosechas, especialmente de cereal.(Ex 23:16), en que se ofrecían las primicias de lo producido por la tierra; esta celebración se convertiría también en recuerdo y conmemoración de la Alianza del Sinaí, realizada unos cincuenta días después de la salida de Egipto.
La Iglesia celebra esta fiesta recordando lo acontecido en Jerusalén, el día de Pentecostés de aquel año en que Jesús sufrió la pasión, resucitó y hacía diez días que había dejado de manifestarse, pues por la ascensión, pasó de este mundo al Padre tal como él mismo dijo.
Si en aquel primer pentecostés Moisés había descendido del monte con una tablas de piedra en las que estaba inscrita la Ley de la Alianza de Dios con el pueblo, en este nuevo pentecostés, el Espíritu de Dios descendió desde la divinidad para insertar en el mundo y en el corazón de los humanos la Fuerza, la Ruaj, la Energía, la Gracia mediante la cual el que acoge ese espíritu, se reviste de la libertad y la “parresía”, perdiendo todos los miedos que nos mantienen encerrados en nosotros mismos y acobardados ante la realidad que nos rodea. (Hechos, cap. 2 vv 1 y ss.)
La llegada del Espíritu para el creyente, supone un llenarse de optimismo, de alegría y esperanza, es un “confirmarse” en su propósito de seguimiento de Jesús, es un sentirse fuerte ante la adversidad, es reforzar su compromiso con las directrices del Evangelio de Jesús, es romper con el derrotismo, la negatividad y el pesimismo.
Sobre todo es sentir la plenitud de la libertad, junto a la plenitud de la responsabilidad. Y es descubrir lo más recóndito y valioso de la enseñanza de Jesús para la vida. Es sentir también que el amor es la materia con la que se construye la historia, porque todo lo que no es amor acaba destruyendo la historia y la vida.
Si uno lee el pasaje de pentecostés que nos cuenta el libro de los hechos de los apóstoles, escrito por el evangelista Lucas, se dará cuenta de que algo totalmente nuevo se produce en ese acontecimiento en que el Espíritu se “derrama” invade y llena el corazón de los discípulos hasta ese momento escondidos por el miedo. Cuando está presente el Espíritu es posible entenderse con todo el mundo por muy diverso que sea el idioma en que se habla.
Pero todo este don tan enorme, tiene como contrapartida una gran responsabilidad y como requisito un compromiso de no ceder, de no cansarse, de no renunciar, de seguir en la brecha, porque la Salvación no es un acto, es un proceso, es un devenir histórico que requiere que cada día, cada hora y cada minuto tengamos el corazón abierto a ese fuego que debe consumirnos por dentro, que debe no solo quemar y contagiar, sino también alumbrar.

Si algún gesto de nuestra vida personal tiene algo en común con Pentecostés, debería ser la confirmación, pues ese sacramento no puede significar otra cosa sino que si por fuera estamos “revestidos” de Jesús, por dentro estamos llenos de su espíritu, Espíritu que como dice Pablo, en medio de todas la dificultades, ora por nosotros con gemidos inenarrables.

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