Recientemente los creyentes hemos celebrado Pentecostés. ,
haciendo coincidir las viejas fiestas judías con la eclosión de una nueva era
en la que Dios ya no camina simbólicamente por el desierto con su pueblo
mediante el Arca de la alianza donde se guardaban las tablas de la Ley.
A los 50 días de la Pascua , los judíos
celebraban la fiesta de las siete semanas (Ex 34:22), que
tenía carácter agrícola en sus orígenes. Era la fiesta de la recolección, día de
alegría y de acción de gracias por las cosechas, especialmente de cereal.(Ex 23:16), en
que se ofrecían las primicias de lo producido por la tierra; esta celebración
se convertiría también en recuerdo y conmemoración de la Alianza del Sinaí, realizada unos cincuenta días después de la salida
de Egipto.
Si en aquel
primer pentecostés Moisés había descendido del monte con una tablas de piedra
en las que estaba inscrita la Ley
de la Alianza
de Dios con el pueblo, en este nuevo pentecostés, el Espíritu de Dios descendió
desde la divinidad para insertar en el mundo y en el corazón de los humanos la Fuerza , la Ruaj , la Energía , la Gracia mediante la cual el
que acoge ese espíritu, se reviste de la libertad y la “parresía”, perdiendo
todos los miedos que nos mantienen encerrados en nosotros mismos y acobardados
ante la realidad que nos rodea. (Hechos, cap. 2 vv 1 y ss.)
La llegada del
Espíritu para el creyente, supone un llenarse de optimismo, de alegría y
esperanza, es un “confirmarse” en su propósito de seguimiento de Jesús, es un
sentirse fuerte ante la adversidad, es reforzar su compromiso con las
directrices del Evangelio de Jesús, es romper con el derrotismo, la negatividad
y el pesimismo.
Sobre todo es
sentir la plenitud de la libertad, junto a la plenitud de la responsabilidad. Y
es descubrir lo más recóndito y valioso de la enseñanza de Jesús para la vida.
Es sentir también que el amor es la materia con la que se construye la
historia, porque todo lo que no es amor acaba destruyendo la historia y la
vida.
Si uno lee el
pasaje de pentecostés que nos cuenta el libro de los hechos de los apóstoles,
escrito por el evangelista Lucas, se dará cuenta de que algo totalmente nuevo
se produce en ese acontecimiento en que el Espíritu se “derrama” invade y llena
el corazón de los discípulos hasta ese momento escondidos por el miedo. Cuando
está presente el Espíritu es posible entenderse con todo el mundo por muy diverso
que sea el idioma en que se habla.
Pero todo este
don tan enorme, tiene como contrapartida una gran responsabilidad y como
requisito un compromiso de no ceder, de no cansarse, de no renunciar, de seguir
en la brecha, porque la
Salvación no es un acto, es un proceso, es un devenir
histórico que requiere que cada día, cada hora y cada minuto tengamos el
corazón abierto a ese fuego que debe consumirnos por dentro, que debe no solo
quemar y contagiar, sino también alumbrar.
Si algún gesto de
nuestra vida personal tiene algo en común con Pentecostés, debería ser la
confirmación, pues ese sacramento no puede significar otra cosa sino que si por
fuera estamos “revestidos” de Jesús, por dentro estamos llenos de su espíritu,
Espíritu que como dice Pablo, en medio de todas la dificultades, ora por
nosotros con gemidos inenarrables.
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