jueves, 1 de mayo de 2014
Después de Semana Santa ¿Qué queda de la Semana Santa?
El eco de saetas estremecedoras, el diluido perfume del incienso mezclado con el azahar de nuestros naranjos callejeros, la cera pegada a los pavimentos de las calles del itinerario procesional, una lágrima y un estremecimiento del corazón en la contemplación de las imágenes que nos recuerdan una historia con final feliz y salvador…Una noche de luz en la Vigilia Pascual con el fuego que quema lo inútil, pero que nos regala todavía el calor y la luz
Pero no es eso únicamente lo que importa que quede. Yo me preguntaba el otro día, contemplando en la televisión los numerosos pasos procesionales, ¿Adónde va el Nazareno, con cruz de plata y manto recamado, con corona de espinas plateada, con las potencias brillantes sobre su cabeza sangrante?
¿Adónde va la sencilla mujer de Galilea, María, su Madre, cargada de oro, con largo manto de lujo y fiesta, con corona de oro o de plata…? Yo sólo recuerdo sus palabras: “porque has mirado la pequeñez de tu esclava…”.
La semana comenzó con aquella entrada a Jerusalén en olor de multitud, con el reconocimiento del pueblo sencillo de su condición de enviado, de profeta, de Mesías, ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!
En el acontecimiento de aclamación de Jesús solo había unas voces disonantes. Unos fariseos que pidieron a Jesús que acallara a la gente.
Después de ponerlos en evidencia reprochándoles su ceguera y profetizando un futuro aciago, continuó hacia el templo donde realizó otro gesto profético y blasfemo, a los ojos de los que cuidaban y mantenían el templo. Echó fuera a los mercaderes y a los que cambiaban las monedas, denunciando el mercantilismo que se llevaba a cabo en lo que debía ser casa de oración y no “cueva de ladrones”.
Jesús empezó así a ganarse a los sencillos, de manera que señala el mismo evangelista: “el pueblo en masa madrugaba para acudir al templo a escucharlo. (Lc. 22,38), pero, según Lucas, “los sacerdotes y los letrados intentaban quitarlo de en medio y lo mismo los notables del pueblo, pero no encontraban medio de hacer nada porque el pueblo entero estaba pendiente de sus labios”” (Lc.19,47-48),
Hasta el punto que los capítulos 20 y el 21 de Lucas, ponen de manifiesto el enfrentamiento entre los dirigentes religiosos que plantean la muerte de Jesús, pero se cuidan de evitar el levantamiento popular. Así que la muerte de Jesús fue planeada y llevada a cabo por aquellos que no podían aceptar que se pusieran en tela de juicio sus “principios” que chocaban tan de lleno con las palabras del profeta Jesús.
José Ignacio González Faus interpreta estos momentos cumbres de la vida de Jesús como “Memoria subversiva”, porque, inevitablemente los planteamientos de Jesús, desde que arrancara su predicación en el sermón del monte: “dichosos los pobres, dichosos los que lloran, los pacíficos, los perseguidos a causa de defender la justicia…” .”Habéis oído que se dijo… pero yo os digo…” rompían a las claras una visión religiosa lejana al nuevo proyecto de Dios en Jesús. Y fue la coherencia con su predicación y su anuncio de la buena noticia lo que le acarreó las últimas consecuencias que sucedieron esos días.
Jesús constituye pues una ruptura no con el Dios de Israel, sino con la religión que rodeaba a la Alianza sellada por Dios con el pueblo, cargada en exceso de legalismo (“echáis en los hombros de la gente cargas que ni vosotros sois capaces de llevar…”) y ritualismo, hasta el punto que ya muchos de los profetas, Amós, Oseas, Jeremías, Exequiel, Isaías, levantaron la voz denunciando que antes que los sacrificios y los holocaustos está la misericordia (misericordia quiero y no sacrificios) y la atención a extranjeros, huérfanos y viudas, (es decir los que carecen de apoyo y viven en la pobreza).
Jesús prevé las consecuencias de su postura frente a fariseos, escribas, letrados y sacerdotes. La cena que prepara con sus seguidores más cercanos sirve de marco para firmar su testamento. Se da a sí mismo como herencia, se arrodilla como un sirviente ante los discípulos, les entrega como una nueva tabla este único mandamiento nuevo: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado, en esto conocerán que sois mis discípulos…”. Les reparte el pan convertido en su cuerpo entregado sin regatear, comparte con ellos el vino constituido ya en la sangre que va a derramar para firmar con ella la entrega total de la vida, estableciéndola como sello del una alianza, un testamento nuevo. El valor de este gesto es el “verdadero memorial” en el que el seguidor de Jesús ha de reflejarse “entregando sincera y generosamente, con desprendimiento absoluto su propia vida”. Lo que hace a Jesús sacerdote es ser él mismo quien ofrece su ser por la salvación de los seres humanos; lo que constituye al cristiano sacerdote, desde su compromiso bautismal (así debería ser) es que su vida va a ser una continua entrega, siguiendo los pasos de aquel en cuyo nombre ha sido incorporado a la comunidad.
El viernes santo realiza (es decir lo hace real) la donación del cuerpo y el derramar la sangre prefigurada en la celebración de la cena de la víspera.
Un sepulcro sellado es el paso de los seguidores por la inseguridad, por la incertidumbre, por el fracaso incluso. (Jesucristo, Jesucristo, ¿de qué ha servido tu sacrificio?, cantaba aquella ópera de Jesucristo SuperStar).
Pero ya había adelantado Jesús en sus palabras: “si el grano de trigo no cae en tierra y muere no da fruto, pero si se pudre bajo tierra dará fruto, renacerá la espiga”.
La experiencia de las mujeres y de los discípulos a partir del domingo de resurrección es que el mismo Jesús, levantado a la categoría de Señor está ahora entre nosotros, en los caminos de Emaús, que son todos los caminos que nos alejan de la esperanza o que nos empujara al sentimiento de fracaso y al sinsentido, y está cuando se reúnen dos o tres en su nombre, o cuando se celebra el ágape de la eucaristía, donde el propio Jesús se convierte en la energía que nos da aquel pan de vida del que nos habla el evangelio de Juan.
El mundo necesita de creyentes que reproduzcan en sus vidas el camino de Jesús, todo su camino hasta ese momento culminante de dolor primero y de luz después que no es más que consecuencia de la coherencia en el seguimiento. La pasión es el resultado de un compromiso con la vida y con los demás, no una elección narcisista de autocomplacencia, ni un “castigo divino” para redimir al hombre. Sacrificar es ofrecer vida a alguien, mediante la pérdida de una parte de la vida. Cuando sacrificamos un animal es para ponerlo en la mesa como alimento compartido. Jesús entrega su vida toda para dar vida. La víctima de su sacrificio no es otra distinta de Él mismo. Por eso es sacerdote y ofrenda, según la carta a los Hebreos. El sacerdocio cristiano está menos en el culto y en el rito, que en la entrega y el servicio.
La ética cristiana no es la ética de la satisfacción de lo perfecto, arranca más bien del reconocimiento de la pobreza y de los propios límites y consiste, perseverando en el seguimiento, en hacer propias las palabras de aquel publicano que subió al templo a orar. “Señor no soy más que un pobre desgraciado”.
Para concluir esta columna algo larga en abril , cito a Roberto Esteban Duque en La pasión de Cristo o la rehabilitación del cristianismo La entrega de Jesús nos hace “libres ya de cualquier pretensión para salvarnos por nosotros mismos. La relación del hombre con Cristo no es una relación determinada por el tiempo sino la relación con alguien que, perteneciendo a la eternidad, es inmediato a cada hombre. Mientras que exista el homo viator, su obra está por concluir, su pasión sigue viva. Mientras dure la historia no se ha consumado su misión y tenemos que revivirla para identificarnos con sus frutos: la paz y le perdón.
El mundo está lleno de crucificados, que siguen ofreciendo sus vidas para dar vida, porque creen en la Vida. Eso es lo que debería, quizá, quedarnos como reminiscencia de la Semana Santa.
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