sábado, 22 de noviembre de 2014

Viaje de ida

Este mes nos trae irremediablemente a la mente la muerte, la inmisericorde poseedora de la guadaña fatal que arrebata nuestro bien más preciado amable y amado. La visita a los cementerios se ha convertido en los primeros días del mes, “por los Santos”, en un obligado camino de ida y vuelta para quienes se acercan a colocar unas flores junto a la lápida de aquellos que se nos fueron en este viaje de ida sin billete de vuelta. Un cierto nihilismo está detrás de todos los miedos a la muerte. Mientras vivimos tratamos de olvidar que día a día, avanzamos, como ya dijo, según creo, Simone Well, hacia un lugar adonde no queremos ir. Simone Well era mística, pero ni siquiera la mística te roba del todo ese temor que el misterio de la muerte esconde en el instante siguiente a tomar el tren que te lleva, no sabemos cómo, si a un viaje astral, si a un viaje sideral hasta fundirnos con el infinito, o si nos integramos –con la fe- en el sustrato mismo de la divinidad, como en una fusión total con el fuego último que hace aflorar toda forma de vida. El hecho es que –no sé si para olvidarnos o para tenerla más presente- en estos días hemos llenado de luz, de flores, de color, la tristeza del luto que tan a menudo nos visita. No sé si los excesos de flores, de luces, de decoración, van formando parte de los ritos y hábitos que impone la sociedad de consumo, porque no queremos “ser menos” que nadie o que parezca de nuestros seres queridos no son bien recordados. El hecho es que sorprende tanta exuberancia
. En fin todos tenemos comprado el billete, como cuando vas a volar en avión, pero solamente lo validan el día en que realmente te embarcas. Esta incertidumbre debería quizás impulsarnos a considerar con menos énfasis las cosas del presente y valorar cómo vivimos y cómo nos comportamos. El evangelio de Mateo, capítulo 25, nos muestra una parábola que nos recuerda qué es lo único que podemos llevarnos de valor en esta travesía. Al menos valdrá para los creyentes.

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