miércoles, 7 de septiembre de 2016

De la exuberancia a la sencillez

El acentuado sentido del dogmatismo y del rigor doctrinal, hace que muchas veces cuando se va a hablar de la Iglesia oficial se empiece a darle vueltas al asunto con la intención de no decir nada que pueda molestar o que pueda hacer sentir mal a los feligreses, creyentes o parroquianos. Confundir cualquier reflexión crítica o histórica con un ataque o una persecución no es extraño por parte de quienes se creen tan firmes poseedores de la verdad absoluta, que toda reflexión se considera antieclesial. Me vienen a la memoria aquellos versos de Antonio Machado de la vieja España del nacional catolicismo, que yo entiendo una verdadera aberración, como considero aberración el fanatismo de los integristas musulmanes. La España de charanga y pandereta, cerrado y sacristía, devota de Frascuelo y de María, de espíritu burlón y alma inquieta… Noto que cada día más existe una regresión a formas y modelos de vivir el cristianismo, muy lejos de los “signos de los tiempos”, sino que tratan de anclarse en el pasado y en un pasado cada vez más recargado de ornamentación, decoración, adorno, exuberancia, plata, oro, palios, candeleros, ciriales, turíferos, procesiones, rosarios, exposiciones, capas pluviales, dalmáticas, roquetes… con una sensación de que vamos caminando hacia la periferia de lo cristiano en lugar de hacia el centro de lo esencial, que yo entiendo que es el “seguimiento de Jesús pobre y humilde” como decía san Ignacio. En particular la proliferación de procesiones, cada vez de más imágenes de santos o santas, Cristos o Vírgenes, me parece desmedida, por más que las devociones no tengan límite y las ganas de “lucir” los pasos o lucirse tampoco lo tenga. Desde hace tiempo vengo comprobando que estos cambios en gran parte son producto de la mímesis y de la ósmosis que se produce entre las comunidades, mirándose unas a otras y no tanto por mirarse en el espejo del Evangelio y ahondar en lo más bello y lúcido del mensaje de Jesús. En cuestiones de Semana Santa, Sevilla es la madre de todas las semanas santas y el modelo arquetípico de cómo tiene que ser una procesión o una cofradía. Por eso el empeño en que los pasos tengan cada vez más metales preciosos, más orfebrería y la mímesis haya llegado también a la imitación total de los costaleros, o de los pasos de Málaga con largos varales y un gran número de personas llevando los pasos, pero lo mismo que antes arrimaban el hombro vestidos de la misma manera que habían ido a la procesión, ahora van todos con su uniforme, tanto los costaleros como los o las santeras. El traje y la corbata constituyen una característica más de este estilo que, desde mi punto de vista, es regresivo y se aleja de la sencillez. Las chicas y mujeres de mantilla es otra de esas conquistas de mimética lograda con el tiempo. Siempre me ha parecido un signo de ostentación y señorío y de cierto sabor rancio a símbolos del viejo nacional catolicismo, cuando había una connivencia total entre los poderos políticos de la dictadura franquista y los jerarcas de la Iglesia, amantes de palios, dignidades títulos, doseles y rica y dorada ornamentación. Y el modelo del Rocío se ha convertido en el ejemplar en que toda Hermandad romera, ha de copiarse y asimilarse. A veces con más valor de lo puramente exterior, que del sentimiento y espiritualidad del seguimiento. Alguien me ha respondido a un comentario en mi perfil de Factbook que las procesiones son algo no necesario pero puede ser complementario. De acuerdo. Otro comentarista añade: “las procesiones para los cristianos son una manifestación pública de nuestra fe y nuestro amor a Dios” Aparte de no compartir otros aspectos de dicho comentario se me ocurre que habría que analizar a fondo qué es eso de “manifestar públicamente nuestra fe” Recuerdo aquellas palabras de Jesús que se recogen desde el principio del capítulo 6 del Evangelio de Mateo: “Cuidado con hacer vuestras obras de piedad delante de la gente para llamar la atención; si no, os quedáis sin paga de vuestro Padre del cielo” (versículo 1). Pero luego dice lo propio de la limosna, del la oración, del ayuno, y todo el capítulo sexto es digno de una reflexión profunda y detenida, porque va más allá de la literalidad, como ocurre con la parábolas. Porque es más cierto que lo que dice mi comentarista de Factbook, porque Jesús nos dejó un encargo: “Un mandamiento nuevo os doy que os améis unos a otros como yo os he amado…en esto conocerán que sois mis discípulos, (esa es la verdadera manifestación pública de nuestra fe y nuestro seguimiento de Jesús) en que os amáis los unos a los otros.(Juan 13, 34-35). Evidentemente que todo lo demás puede ser un instrumento complementario para reforzar la decisión del seguimiento del evangelio, pero ese es exclusivamente su objetivo. Lo único que yo me pregunto es precisamente ¿no es más necesario interiorizar la fe que exteriorizarla públicamente? Ya comenté en cierta ocasión mi extrañeza cuando hablé con una chica que se había confirmado, y reconoció que no había leído los evangelios; ni su lectura había formado parte de la preparación catequética. ¿Qué significa la confirmación para la vida y el compromiso de los bautizados?, ahora que los confirmados se cuentan por centenares en la comunidad? Es llamativa la reflexión que hace Fernando Etchegaray Valenzuela de la Pontificia Universidad católica de Chile respecto de este retroceso en la perspectiva: “En términos generales eso sucede porque en la selección de los clérigos se privilegió la obediencia a la inteligencia, la sumisión a la autonomía, la autosexualidad a la heterosexualidad, la devoción a la evangelización, la sacristía a la acción social, el ritualismo al profetismo, la divinización a la encarnación, la separación a la inmersión, la.......a la......etc” No hay nada como acercarse a conocer el Evangelio, o en su caso leer la exhortación del papa Francisco “Evangelii gaudium”, La alegría del Evangelio. Allí descubrimos que el papa llama a esta religiosidad popular “una verdadera espiritualidad encarnada en la cultura de los sencillos”, para convertirla siempre en un gesto evangelizador, que pone de manifiesto el compromiso cristiano con la trasformación de la realidad social y se abre a nuevas formas de poner de manifiesto nuestra fe y nuestro amor a Dios, cuya medida es el amor a los humanos. (I Juan 4, 20-21)

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